No me sueltes nunca

Hay sueños, los menos, que me acercan al recuerdo del tacto de su piel. Me regalan el instante imposible de tocarla, de sentirla, de traer a mi mente esa sensación que sólo alcanzo al experimentar la suavidad de su piel.

Y es a veces tan vívido ese sueño, que sería de justicia tenerlo cada noche. O al menos una noche a la semana, hasta me conformaría con una al mes. Pero no. Tampoco es ese el trato. 
Y me despierto agradecida por ese regalo en forma de sueño, intenso aunque breve, que me traslada a un estado de tranquilidad efímera porque anoche pude sentirla. 

Puedo recordar sus gestos y parecer que la estoy viendo ahora mismo. Recordar su forma de hablar y expresiones y esa espontaneidad tan de ella. Pero recordar qué siento al cogerla de la mano al igual que ese olor a ella, son otra cosa. 
No soy capaz más que de recordar lo mucho que me gustaba y recordar cogiéndonos de la mano, las dos en el sofá como tantas noches, pero ni de lejos puedo sentir tanto amor impregnado en la piel. 
Y preocupa, claro que preocupa. Pero en sueños como el de hoy, ese recuerdo se vuelve experiencia y agarro su manita y no tengo que recordar sino sentir su piel con la mía. Y sé que es ella. Lo mismo que un recién nacido busca en su primera hora de vida ese contacto con su madre porque sabe que es su madre. Reconoce el latir de su corazón, su olor, su voz. Es única. Sólo puede ser ella. Así de claro lo he sentido yo hoy. Es así como lo recordaba, como lo vivía. No hay sensación igual. 

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