Un padre, es un padre

Dos aprendices en un coche, dirigiéndonos a acompañar a una familia que despedía a un ser querido. El año ha empezado en nuestro entorno llevándose a algunos de los más mayores de la casa.

Le confesé a mi acompañante que yo me cuido de ir a despedir a abuelos y abuelas de nadie. Me hace más mal a mí ir, que lo que yo pueda aportarles. Es ley de vida, es natural. Perder a personas que son tan mayores a nuestra edad es, en mi opinión y por mi dura experiencia, motivo de celebración y descanso.

De hecho, no suelo ir precisamente por no encontrarme a los propios familiares diciéndome justo eso. Que la vida es así. Que ha vivido muchos años y ya descansaría en paz. Yo que he vivido esa ceremonia de despedida envuelta en un sentir muy diferente, prefiero no ir.

Mi acompañante, quien también hace años tuvo que aprender a vivir sin su padre antes de lo que tocaba, coincidía conmigo. Cuando se trata de una pérdida como la nuestra, no dudaba en acudir y dar un fuerte abrazo a quien lo necesitase, quizás su presencia la sintiera cercana esa persona. Pero vivido lo vivido, despedir a una persona que pasa de los 80, es un regalo del Cielo.

Quise ir a esta despedida porque esa familia estuvo acompañándome a mí cuando la despedíamos a ella. Ella se fue demasiado pronto. No le correspondía. Esta familia despedía a un padre de ya más de 80 años pese a que sus hijas fuesen de mi edad.

En ese coche, lo comentamos antes de llegar. Era un hombre mayor. A todos tendrán que despedirnos algún día.

Ya antes de comenzar, nos encontramos de frente con la familia. Fue tan profunda la mirada que intercambie con una de sus hijas que no pude evitar emocionarme. Me agradeció el haber acudido. Lo repitió dos veces, queriendo recalcar sus palabras. Podía habérselo ahorrado porque sus ojos ya me lo decían todo.

No me soltaron ningún: "Era muy mayor, qué se le va a hacer", sintiéndome tonta por haber ido a hacerme en harakiri.

Nada de eso. En su mirada ví un profundo dolor de desamparo y desconcierto. Ví el cansancio propio de unos largos y duros días en su rostro, que trajo a mi mente tanto como vivimos mi familia y yo esos días. Fue tan sólo un minuto, hasta que tuvieron que buscar su asiento en primera fila.

Mi acompañante y yo nos miramos, en mí era más evidente la emoción, pero él estaba igualmente conmovido y nos dijimos: Al final, un padre es un padre.

Me alegré de ir y acompañarles. Tuvo sentido. Es cierto que algunos se nos van demasiado pronto, pero no sólo es la edad con la que nuestros seres queridos se nos van, sino la edad a la que nos quedamos con ese miedo en el cuerpo, con esa sensación de pérdida y de ese choque de realidad. Cuando, demasiado pronto para nosotros, tenemos que aprender a vivir sin alguien tan importante en nuestras vidas.

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