Penitencia

Recuerdo aquella última boda a la que fui con ella. En mi mesa, primos cercanos y no tanto. Primos, igualmente, y como suele marcar la tradición familiar, todos hermanos de una misma Hermandad.
Alguien preguntó: y tú sales de nazareno?. Muchos comentaron que ya habían salido lo suficiente, la edad, los niños... Mi respuesta, a modo de chiste rápido, fue algo como: he salido alguna vez, pero he llegado a la conclusión de que no soy tan mala para hacer esa penitencia.

Al siguiente Domingo de Ramos, muchos de esa mesa y de otras, desempolvamos nuestras túnicas blancas y recorrimos las calles en procesión.

Citados por la tarde en el templo, reconozco que no tenía ganas de salir. Me agobiaba no poder soportarlo. No quería sufrir. Más. El día no estaba despejado. La decisión sobre si salir o no, no era sencilla. Todo apuntaba a que no salíamos. La espera me tuvo como quien deshoja margaritas: Qué no salgamos, qué salgamos. Qué no salgamos, qué salgamos.

Casi una hora de retraso, el hermano mayor se dirigió a todos. Empecé a escucharlo hablar con las mismas dudas de que finalmente salíamos o nos íbamos a casa. Y entonces, en el justo momento en que se resolvía la duda, sentí las ganas que tenía de que fuera un sí. La necesidad que tenía de que ese año y no otro, saliera por las calles la imagen que tanto la había acompañado a ella en su vida. Fue entonces cuando me fijé en cuántos, que no solían hacerlo, se colocaron sus túnicas. Hermanos, sobrinos. Y entendí que estábamos todos allí por ella. En su memoria.

Cuando el hermano mayor iba a trasladar su decisión, el amor venció mis miedos.

- Todo parece indicar que podemos confiar en que hay un claro de lluvia justo en las horas de procesión así que este año haremos acto de penitencia. 

Todos los Domingos de Ramos recordaré aquel primero sin ella. Aquella tarde. Esas sensaciones. Esas horas en conversación con ella. Ese recorrer las calles entre multitudes, sin esconder mi pena. Bajo ese antifaz que me liberaba de toda pose, de toda firmeza.

Fuimos entrando, nazarenos de dos en dos, ya dentro del templo, después de horas, nos descubríamos. El cálido abrazo entre familiares y amigos. Cuánto puede decirse en un abrazo. Nuestros ojos revelaban el secreto que nuestros antifaces habían guardado.

Los últimos hermanos. Sólo quedaba el paso de palio. Esa imagen que nos había congregado a tantos allí por ella. En el interior, hombro con hombro, a la luz de las últimas velas y cirios, en silencio, entraba. Aun con las puertas abiertas, en la oscuridad de la noche, empezó a verse la lluvia caer. "Casa". Llegamos. La lluvia cumplió. Nosotros también. Y, como pasó en otros días difíciles, con el tiempo he agradecido vencer ese miedo a sufrir y vivir el momento con esa intensidad. En un día como hoy, me acompaña ese recuerdo. Me emociona. Me enorgullece. Me acerca a ella.

Buena estación de penitencia a todos. Los que puedan ocultarse bajo un antifaz, como los que no.

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